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jueves, 27 de agosto de 2015

RECONCILIACIÓN, (parte 1)




Acción de volver a la concordia, de atraer y acordar los ánimos desunidos. Las palabras griegas relacionadas con el término reconciliación se derivan del verbo al·lás·sō, que significa básicamente “cambiar; alterar”. (Hch 6:14; Gál 4:20, Int.)
Por lo tanto, aunque la forma compuesta ka·tal·lás·sō significa esencialmente “cambiar” o “canjear”, adquirió el significado de “reconciliar”. (Ro 5:10.) Pablo empleó este verbo al hablar de la mujer separada que debía ‘reconciliarse’ con su esposo. (1Co 7:11.) En las instrucciones de Jesús registradas en Mateo 5:24 en cuanto a que se deberían ‘hacer primero las paces’ con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el altar, aparece un término de la misma familia: di·al·lás·so·mai.
Reconciliación con Dios. Pablo utiliza los términos ka·tal·lás·sō y a·po·ka·tal·lás·sō (una forma intensificada) en la carta a los Romanos y en otras varias, al tratar el tema de la reconciliación del hombre con Dios por medio del sacrificio de Cristo Jesús.
La reconciliación con Dios es necesaria porque ha existido un alejamiento, una separación, una falta de armonía y de relaciones amistosas, más que eso, enemistad. Esta mala relación se produjo como consecuencia del pecado del primer hombre, Adán, y la consiguiente pecaminosidad e imperfección que heredaron todos sus descendientes. (Ro 5:12; compárese con Isa 43:27.) Por esa razón el apóstol podía decir que “el tener la mente puesta en la carne significa enemistad con Dios, porque esta no está sujeta a la ley de Dios, ni, de hecho, lo puede estar [debido a la naturaleza imperfecta y pecaminosa que ha heredado]. Por eso los que están en armonía con la carne no pueden agradar a Dios”. (Ro 8:7, 8.) Existe enemistad porque las normas perfectas de Dios no permiten que Él apruebe o tolere el mal. (Sl 5:4; 89:14.) En cuanto a su Hijo, quien reflejó las cualidades perfectas de su Padre, está escrito: “Amaste la justicia, y odiaste el desafuero”. (Heb 1:9.) Por consiguiente, aunque “Dios es amor” y “tanto amó [...] al mundo [de la humanidad] que dio a su Hijo unigénito” a favor de él, el hecho es que toda la humanidad ha estado enemistada con Dios, y Él ha manifestado al mundo de los hombres el amor que se tiene a los enemigos, el amor que está fundado sobre los principios (gr. a·gá·pē) más bien que sobre el afecto o la amistad (gr. fi·lí·a). (1Jn 4:16; Jn 3:16; compárese con Snt 4:4.)
Como la norma de justicia de Dios es perfecta, no puede tolerar ni aprobar el pecado, pues este consiste en la violación de su voluntad expresa. Él es “benévolo y misericordioso”, y “rico en misericordia” (Sl 145:8, 9; Ef 2:4); pero no antepone la misericordia a la justicia. Como se observa correctamente en la Cyclopædia, de M’Clintock y Strong (1894, vol. 8, pág. 958), la relación entre Dios y el hombre pecaminoso es por ello una relación “legal, como la de un soberano en calidad de juez y un delincuente que ha infringido sus leyes y se ha alzado contra su autoridad, y al que por tanto se trata como enemigo”. Esta era la situación en la que quedó la humanidad como consecuencia del pecado heredado de su primer padre, Adán.
La base para la reconciliación. Únicamente puede haber una reconciliación completa con Dios por medio del sacrificio de rescate de Cristo Jesús; él es “el camino” y nadie va al Padre sino por él. (Jn 14:6.) Su muerte sirvió de “sacrificio propiciatorio [gr. hi·la·smón] por nuestros pecados”. (1Jn 2:2; 4:10.) La palabra hi·la·smós significa “medio de apaciguamiento; expiación”. Está claro que el sacrificio de Jesucristo no era un “medio de apaciguamiento” en el sentido de que calmara los sentimientos heridos que Dios pudiera tener o le aplacara, pues es patente que la muerte de su amado Hijo no produciría tal efecto. Más bien, ese sacrificio apaciguó o satisfizo las exigencias de la justicia perfecta de Dios al sentar la base recta y justa para el perdón del pecado, a fin de que Dios “sea justo hasta al declarar justo al hombre [pecaminoso por herencia] que tiene fe en Jesús”. (Ro 3:24-26.) Al suministrar el medio para la expiación o compensación completa de los pecados y acciones ilícitas humanas, el sacrificio de Cristo creó una situación propicia para que a partir de ese momento el hombre procurara y consiguiera restablecer una buena relación con el Dios Soberano. (Ef 1:7; Heb 2:17.
Así que, por medio de Cristo, Dios ha abierto el camino que le permite “reconciliar de nuevo consigo mismo todas las otras cosas, haciendo la paz mediante la sangre que [Jesús] derramó en el madero de tormento”. Como resultado, los que en un tiempo estaban “alejados y eran enemigos” debido a que tenían la mente fija en la maldad podían beneficiarse de la reconciliación, que se logra “por medio del cuerpo carnal de [Jesús] mediante su muerte”, lo que permite que se les presente “santos y sin tacha y no expuestos a ninguna acusación delante de él”. (Col 1:19-22.) A partir de ese momento, IEVE Dios podía ‘declarar justos’ a los que seleccionase para ser sus hijos espirituales, quienes no estarían bajo ninguna acusación, pues ya estaban completamente reconciliados con Dios y en paz con Él. (Compárese con Hch 13:38, 39; Ro 5:9, 10; 8:33.)
¿Qué podemos decir entonces de hombres que sirvieron a Dios antes de la muerte de Cristo? Por ejemplo: Abel, de quien se dijo que “se le dio testimonio de que era justo, pues Dios dio testimonio respecto a sus dádivas”; Enoc, quien “tuvo el testimonio de haber sido del buen agrado de Dios”; Abrahán, quien “vino a ser llamado ‘amigo de IEVE’”; Moisés, Josué, Samuel, David, Daniel, Juan el Bautista y los discípulos de Cristo, a quienes Jesús dijo antes de su muerte: “El Padre mismo les tiene cariño”. (Heb 11:4, 5; Snt 2:23; Da 9:23; Jn 16:27.) IEVE mantuvo una relación con todos ellos y los bendijo. Por tanto, ¿cómo es que tales personas necesitarían una reconciliación por medio de la muerte de Cristo?
Estas personas obviamente se reconciliaron hasta cierto grado con Dios. No obstante, al igual que el resto del mundo de la humanidad, todavía eran pecadores por herencia, como de hecho lo reconocían al ofrecer los sacrificios de animales. (Ro 3:9, 22, 23; Heb 10:1, 2.) Es verdad que algunos hombres han pecado de manera más abierta o grave que otros, y hasta se han vuelto manifiestamente rebeldes; pero el pecado sigue siendo pecado, sin importar su grado o alcance. Por lo tanto, como todos son pecadores, todos los descendientes de Adán, sin excepción, necesitan la reconciliación con Dios que el sacrificio de su Hijo ha hecho posible.
La relativa amistad de Dios con hombres como los mencionados antes se basaba en la fe que ellos mostraron, fe que abarcaba la creencia de que Dios proveería al debido tiempo el medio para librarlos por completo de su condición pecaminosa. (Compárese con Heb 11:1, 2, 39, 40; Jn 1:29; 8:56; Hch 2:29-31.) Por consiguiente, la relativa reconciliación de la que disfrutaron estaba supeditada al rescate que Dios proveería en el futuro. Como se muestra en el artículo DECLARAR JUSTO, Dios ‘contó’, ‘imputó’ o abonó en cuenta su fe como justicia, y, sobre esa base, teniendo en mira la absoluta certeza de que proveería un rescate, podía considerarlos provisionalmente sus amigos sin violar sus normas de justicia perfecta. (Ro 4:3, 9, 10; NM, Besson; compárese también con 3:25, 26; 4:17.) Sin embargo, las exigencias propias de su justicia con el tiempo tendrían que satisfacerse, de manera que se saldarían con el pago real del precio de rescate requerido. Todo esto exalta la importancia del papel de Cristo en el propósito de Dios, y demuestra que, aparte de Cristo Jesús, no hay ningún hombre que pueda alcanzar una posición de justo ante Dios por méritos propios. (Compárese con Isa 64:6; Ro 7:18, 21-25; 1Co 1:30, 31; 1Jn 1:8-10.)
Pasos necesarios para conseguir la reconciliación. Dado que Dios es el ofendido y es su ley la que se ha infringido vez tras vez, el hombre es quien debe reconciliarse con Dios y no Dios con el hombre. (Sl 51:1-4.) El hombre no está en un plano de igualdad con Dios, y la norma de la justicia divina no está sujeta a cambios, enmiendas o modificaciones. (Isa 55:6-11; Mal 3:6; compárese con Snt 1:17.) Por lo tanto, sus condiciones para la reconciliación no son negociables, no están sujetas a juicio o componenda. (Compárese con Job 40:1, 2, 6-8; Isa 40:13, 14.) Aunque muchas versiones traducen Isaías 1:18: “El Señor dice: Vengan, vamos a discutir este asunto” (VP), o emplean expresiones parecidas (BJ, SA, Str), una traducción más adecuada y coherente es: “Vengan, pues, y enderecemos los asuntos entre nosotros [“Vengan, para que arreglemos cuentas”, RH; véanse también CB, CI, EMN] —dice IEVE—”. La culpa de esta falta de armonía con Dios la tiene exclusivamente el hombre, no Dios. (Compárese con Eze 18:25, 29-32.)
Este hecho no impide que Dios demuestre su misericordia tomando la iniciativa de abrir el camino para la reconciliación por medio de su Hijo. El apóstol escribe: “Porque, de hecho, Cristo, mientras todavía éramos débiles, murió por impíos al tiempo señalado. Porque apenas muere alguien por un hombre justo; en realidad, por el hombre bueno, quizás, alguien hasta se atreva a morir. Pero Dios recomienda su propio amor [a·gá·pēn] a nosotros en que, mientras todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Mucho más, pues, dado que hemos sido declarados justos ahora por su sangre, seremos salvados mediante él de la ira. Porque si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo, mucho más, ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Y no solo eso, sino que también nos alborozamos en Dios mediante nuestro Señor Jesucristo, mediante quien ahora hemos recibido la reconciliación”. (Ro 5:6-11.) Jesús, quien “no conoció pecado”, fue hecho “pecado por nosotros” y murió como ofrenda humana a fin de librar a las personas de la acusación y la pena del pecado. Librados de tal acusación, tienen la oportunidad de parecer justos a los ojos de Dios, y, por lo tanto, de “[llegar] a ser justicia de Dios por medio de él [Jesús]”. (2Co 5:18, 21.)
Además, Dios demuestra su misericordia y amor enviando embajadores a la humanidad pecaminosa. En la antigüedad se enviaban embajadores principalmente en tiempos de hostilidad (compárese con Lu 19:14), no de paz, y su misión solía consistir en ver si podía evitarse la guerra o en fijar las condiciones que propiciaran la paz cuando existía un estado de guerra. (Isa 33:7; Lu 14:31, 32. Dios envía a sus embajadores cristianos a los hombres para que puedan aprender sus condiciones de reconciliación y para que se valgan de ellas. El apóstol escribe: “Somos, por lo tanto, embajadores en sustitución de Cristo, como si Dios estuviera suplicando mediante nosotros. Como sustitutos por Cristo rogamos: ‘Reconcíliense con Dios’”. (2Co 5:20.) Esta súplica no significa que se debilite la posición de Dios o su oposición al mal; es una invitación misericordiosa a los ofensores para que busquen la paz y escapen de las inevitables consecuencias de la justa ira divina, que sobrevendrá a los que persistan en oponerse a Su santa voluntad y que supondrá su segura destrucción. (Compárese con Eze 33:11.) Incluso los cristianos tienen que cuidarse de ‘no aceptar la bondad inmerecida de Dios y dejar de cumplir su propósito’, es decir, no buscar continuamente el favor y la buena voluntad de Dios durante el “tiempo acepto” y el “día de salvación” que Él provee misericordiosamente, como muestran las siguientes palabras de Pablo. (2Co 6:1, 2.)
Al reconocer la necesidad de reconciliarse y aceptar la provisión de Dios para ello, a saber, el sacrificio de su Hijo, la persona debe arrepentirse de su proceder de pecado y convertirse o volverse de seguir el camino del mundo pecaminoso de la humanidad. Apelando a Dios sobre la base del rescate de Cristo, puede obtener perdón de pecados y reconciliación, y como resultado, “tiempos de refrigerio [...] de la persona de IEVE” (Hch 3:18, 19), así como paz mental y de corazón. (Flp 4:6, 7.) Como ha dejado de ser un enemigo con quien Dios está encolerizado, puede decirse que en realidad ha “pasado de la muerte a la vida”. (Jn 3:16; 5:24.) Después, a fin de mantener la buena voluntad de Dios, ha de ‘invocarle en apego a la verdad’, ‘continuar en la fe y no dejarse mover de la esperanza de las buenas nuevas’. (Sl 145:18; Flp 4:9; Col 1:22, 23.)
¿En qué sentido ha reconciliado Dios consigo mismo a un mundo?
El apóstol Pablo dice que “mediante Cristo [Dios] estaba reconciliando consigo mismo a un mundo, no imputándoles sus ofensas”. (2Co 5:19.) Estas palabras no deberían interpretarse mal y concluir que todas las personas se reconcilian automáticamente con Dios en virtud del sacrificio de Jesús, pues seguidamente el apóstol continúa hablando de la obra de embajadores, que consiste en suplicar a los hombres: “Reconcíliense con Dios”. (2Co 5:20.) Lo que en realidad se proveyó es el medio para que puedan reconciliarse todos los del mundo de la humanidad que deseen responder. Por consiguiente, Jesús vino “para dar su alma en rescate en cambio por muchos”, y “el que ejerce fe en el Hijo tiene vida eterna; el que desobedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él”. (Mt 20:28; Jn 3:36; compárese con Ro 5:18, 19; 2Te 1:7, 8.)
No obstante, IEVE Dios se propuso “reunir todas las cosas de nuevo en el Cristo, las cosas en los cielos y las cosas en la tierra”. (Ef 1:10.) Aunque es necesaria la destrucción de los que se niegan a ‘enderezar los asuntos’ (Isa 1:18) con IEVE Dios, el resultado será un universo en completa armonía con Dios, en el que la humanidad volverá a disfrutar de Su amistad y de bendiciones continuas, como ocurría al principio en Edén. (Rev 21:1-4.)
IEVE Dios puso fin a la relación que mantenía con la nación de Israel en virtud de Su pacto, debido a que fueron infieles y rechazaron a su Hijo. (Mt 21:42, 43; Heb 8:7-13.) El apóstol debe referirse a este hecho cuando dice que el ‘desecharlos significó reconciliación para el mundo’ (Ro 11:15), pues, como muestra el contexto, de este modo se abrió el camino para el mundo ajeno a la comunidad o congregación judía. En otras palabras, las naciones no judías tenían la oportunidad de unirse a un resto fiel judío, con el que se había hecho el nuevo pacto, y formar la nueva nación de Dios, el Israel espiritual. (Compárese con Ro 11:5, 7, 11, 12, 15, 25.)
Como pueblo de Dios, su “propiedad especial” (Éx 19:5, 6; 1Re 8:53; Sl 135:4), el pueblo judío había disfrutado de una relativa reconciliación con Dios, aunque aún tenía la necesidad de una reconciliación plena por medio del predicho Redentor, el Mesías. (Isa 53:5-7, 11, 12; Da 9:24-26.) Las naciones no judías, por otra parte, estaban ‘alejadas del estado de Israel, eran extrañas a los pactos de la promesa, no tenían esperanza y estaban sin Dios en el mundo’, pues no tenían una posición reconocida ante Él. (Ef 2:11, 12.) No obstante, de acuerdo con el secreto sagrado relacionado con la Descendencia, Dios se propuso bendecir a personas de “todas las naciones de la tierra”. (Gé 22:15-18.) El medio para hacerlo, el sacrificio de Cristo Jesús, abrió por tanto el camino para que personas de las naciones no judías alejadas de Dios ‘estuvieran cerca por la sangre del Cristo’. (Ef 2:13.) No solo esto, sino que aquel sacrificio también eliminó la división entre el judío y el que no lo era, pues cumplió el pacto de la Ley y lo quitó del camino, lo que permitió a Cristo “reconciliar plenamente con Dios a ambos pueblos en un solo cuerpo mediante el madero de tormento, porque había matado la enemistad [la división producida por el pacto de la Ley] por medio de sí mismo”. A partir de entonces, tanto el judío como el que no lo era podía acercarse a Dios mediante Cristo Jesús, y con el tiempo se introdujo en el nuevo pacto como herederos del Reino con Cristo a los que no eran judíos. (Ef 2:14-22; Ro 8:16, 17; Heb 9:15.)